Dos años del Pontificado del Papa Benedicto XVI
El Santo Padre Benedicto XVI cumple dos años de pontificado. En la Misa de inicio solemne del Pontificado, el 24 de abril de 2005, dijo que su verdadero programa de gobierno no era hacer la propia voluntad, ni seguir sus propias ideas, sino ponerse, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor para que Él conduzca la Iglesia en esta hora de la historia. Muchos esperaban otra cosa, un verdadero «programa de gobierno». En realidad, Benedicto XVI ya había expuesto las prioridades de su solicitud pastoral, sus líneas programáticas, en el discurso a los cardenales electores el precedente día 20: la unidad del Colegio apostólico; la actuación del Concilio Vaticano II; la unidad de los cristianos promovida con gestos concretos que interpelen a las conciencias; el diálogo abierto y sincero con los seguidores de otras religiones y con todas las personas que buscan respuestas a las preguntas fundamentales de la existencia; la caridad hacia todos; el compromiso por la paz y por un auténtico desarrollo social respetuoso de la dignidad de cada persona. Después de dos años, estos trazos de su «programa» van adquiriendo relieve histórico.
En los primeros meses de pontificado, Benedicto XVI llevó a término algunas de las iniciativas de su venerado predecesor. En el discurso a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005, Benedicto XVI evocó cinco grandes acontecimientos eclesiales del año que concluía y que lo ligaban al pasado: la pasión y muerte de Juan Pablo II; la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia; el Año eucarístico; el 40° aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II y, finalmente, su elección a Romano Pontífice. De esos grandes eventos ya nos hemos ocupado .
Como centro espiritual –y no sólo temporal– de estos dos años de Pontificado puede colocarse la Encíclica « firmada el día de Navidad de 2005. Su rico contenido ha sido repetidamente evocado por el Santo Padre a lo largo del año 2006: la valoración del « que ha de dejarse purificar por el « el amor que es siempre un dar y un recibir; Jesús en la Eucaristía que, como amor de Dios encarnado, llega a nosotros corporalmente para continuar su obra en nosotros y a través de nosotros; el Espíritu Santo como potencia interior que armoniza el corazón de los creyentes con el de Cristo y los impulsa a amar a los hermanos como él los ha amado, transformando de este modo la Iglesia en una comunidad de amor; la Iglesia que, además del anuncio del Evangelio y del ministerio de los sacramentos, tiene como tarea específica el servicio de la caridad; la justicia como tarea central de la política: en ese ámbito, los laicos católicos deben actuar bajo su propia responsabilidad pues el compromiso político no es tarea de la Iglesia; ésta contribuye a la percepción de las exigencias de la justicia con su Doctrina social y a través de la formación de las conciencias; ningún ordenamiento estatal justo hace superfluo el servicio de la caridad, que es la obra propia de la Iglesia; la actividad caritativa cristiana es alimentada por la oración, se despliega independientemente de partidos e ideologías y no es un medio para conseguir otros objetivos, aunque sean apostólicos.
Los contenidos del magisterio del Papa Benedicto XVI y los eventos más relevantes de su ministerio durante el año 2006 pueden inicialmente ordenarse siguiendo el esquema del tradicional discurso a los miembros de la Curia romana con motivo de las felicitaciones navideñas (en adelante abreviado con su fecha: «22-XII-2006»). Este discurso estuvo marcado por el tema de la paz: la memoria del Pontífice ha quedado grabada «con la profunda huella de los horrores de la guerra que se ha librado cerca de la Tierra Santa, así como, en general, del peligro de un enfrentamiento entre culturas y religiones, un peligro que se cierne aún como una amenaza sobre nuestro momento histórico. Así, el problema de los caminos hacia la paz se ha convertido en un desafío de la máxima importancia para todos los que se preocupan por el hombre» (22-XII-2006). Expresión de su solicitud por la paz fue su mensaje del 2 de septiembre de 2006 con motivo del XX aniversario del Encuentro Interreligioso de Oración por la Paz en Asís.
El tema de la paz no es ajeno al tema de Dios, pues hay «una conexión inseparable entre la relación de los hombres con Dios y su relación mutua. La paz en la tierra no puede lograrse sin la reconciliación con Dios, sin la armonía entre el cielo y la tierra. Esta correlación del tema de ‘Dios’ con el tema de la ‘paz’ fue el aspecto fundamental de los cuatro viajes apostólicos de este año» (22-XII-2006). Benedicto XVI realizó sólo el viaje internacional en 2005, a Colonia (Alemania), del 18 al 21 de agosto, para participar en la Jornada Mundial de la Juventud. Los cuatro viajes internacionales del 2006 lo llevaron a Polonia del 25 al 28 de mayo; a Valencia (España) del 8 al 9 de julio con ocasión del V Encuentro Mundial de las Familias; a Baviera: Munich, Altötting y Ratisbona del 9 al 14 de septiembre y a Turquía del 28 de noviembre al 1º de diciembre. El viaje a Verona, con ocasión del IV Encuentro Eclesial Italiano, merece ser recordado porque en esa ocasión el Pontífice expresó su pensamiento en materias de su prioritaria solicitud pastoral durante los primeros meses de Pontificado. Completaremos la presentación con las líneas generales de las catequesis papales sobre la Iglesia, las canonizaciones y algunas «novedades» en materia litúrgica.
Polonia: santidad y barbarie
La visita pastoral a Polonia estuvo marcada por el recuerdo del Papa Juan Pablo II. Para su Sucesor se trataba de «un íntimo deber de gratitud» por todo lo que durante el cuarto de siglo de su Pontificado dio a su persona, a la Iglesia y al mundo. «Su don más grande para todos nosotros fue su fe inquebrantable y el radicalismo de su entrega», pues, en verdad, «no se reservó nada; se dejó consumir totalmente por la llama de la fe. Nos mostró cómo, siendo hombre de nuestro tiempo, se puede creer en Dios, en el Dios vivo que se hizo cercano a nosotros en Cristo. Nos mostró que es posible una entrega definitiva y radical de toda la vida y que, precisamente al entregarse, la vida se hace grande, amplia y fecunda» (22-XII-2006). Para recordar una vez más a su Predecesor, el 16 de octubre de 2006 envió un mensaje televisivo a la Iglesia polaca que celebra en esa fecha la «Jornada del Papa» .
Polonia sorprendió a Benedicto XVI con la alegría de la fe. La entusiasta y cordial acogida que le brindó fue expresión de la arraigada fe del pueblo polaco. La gente veía en él al Sucesor de Pedro, a quien está encomendado el ministerio pastoral para toda la Iglesia.
Un momento de fuerte simbolismo e impacto mediático fue la visita del Papa al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, «lugar de la barbarie más cruel, del intento de borrar al pueblo de Israel, de hacer así vana también la elección realizada por Dios, de expulsar a Dios mismo de la historia. Para mí –revela el Papa– fue motivo de gran consuelo ver aparecer en el cielo en ese momento el arco iris mientras yo, ante el horror de aquel lugar, con la actitud de Job, clamaba a Dios, turbado por el temor de su aparente ausencia y al mismo tiempo sostenido por la certeza de que, incluso en su silencio, no deja de existir y de permanecer con nosotros. El arco iris era como una respuesta: Sí, yo existo, y también hoy siguen siendo válidas las palabras de la promesa, de la Alianza, que pronuncié tras el diluvio» (22-XII-2006). El Dios de la vida iba a acompañarlo en su siguiente viaje.
Valencia: familia-vida y secularización
El Santo Padre viajó a Valencia para clausurar el V Encuentro mundial de las familias que se celebró del 1º al 9 de julio de 2006 bajo el lema «La transmisión de la fe en la familia». Los discursos pontificios, centrados en el tema del matrimonio y de la familia, reunieron argumentos tratados, en los meses precedentes, por su intenso magisterio sobre la vida, la familia y la educación. Merecen una mención tres de estas cualificadas intervenciones.
La primera es el discurso a los participantes en la jornada de estudio sobre Europa, organizada el 30 de marzo de 2006 por el Partido Popular Europeo. En esta ocasión, el Santo Padre explicó por qué la Iglesia católica interviene en el ámbito público para defender y promover la dignidad de la persona. Afirmó, también, que entre los «» destacan: la «protección de la vida en todas sus etapas, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural»; el «reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, y su defensa contra los intentos de equipararla jurídicamente a formas radicalmente diferentes de unión que, en realidad, la dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su irreemplazable papel social» y, finalmente, la «protección del derecho de los padres a educar a sus hijos». Para evitar equívocos, precisó que «estos principios no son verdades de fe, aunque reciban de la fe una nueva luz y confirmación. Están inscritos en la misma naturaleza humana y, por tanto, son comunes a toda la humanidad. La acción de la Iglesia en su promoción no es, pues, de carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su afiliación religiosa». Esta acción de la Iglesia resulta tanto más necesaria cuanto más se niegan o tergiversan estos principios, con grave ofensa a la verdad de la persona humana y daño de la justicia misma.
El discurso dirigido el 11 de mayo de 2006 a los participantes en un congreso internacional organizado por el Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia –segunda intervención –, inspirándose en las catequesis sobre el amor humano de su Predecesor, el Papa Benedicto XVI recordó dos elementos esenciales de la familia y el matrimonio. Ante todo, que ambos están arraigados en el núcleo más íntimo de la verdad sobre el hombre y su destino: «La diferencia sexual que caracteriza el cuerpo del hombre y de la mujer no es un simple dato biológico, sino que reviste un significado mucho más profundo: expresa la forma del amor con la que el hombre y la mujer llegan a ser –como dice la Sagrada Escritura– una sola carne, pueden realizar una auténtica comunión de personas abierta a la transmisión de la vida y cooperan de este modo con Dios en la procreación de nuevos seres humanos». El segundo elemento consiste en la manera original que Juan Pablo II tenía «de leer el plan de Dios precisamente en la convergencia de la revelación divina con la experiencia humana, pues en Cristo, plenitud de la revelación de amor del Padre, se manifiesta también la verdad plena de la vocación del hombre al amor, que sólo puede encontrarse plenamente en la entrega sincera de sí mismo».
La tercera intervención es el discurso a los participantes en la Asamblea plenaria del Consejo Pontificio para la Familia del 13 de mayo de 2006. Además de confirmar su participación en el Encuentro de Valencia, el Santo Padre adelantó algunos temas: «La familia, fundada en el matrimonio, constituye un ‘patrimonio de la humanidad’, una institución social fundamental; es la célula vital y el pilar de la sociedad y esto afecta tanto a creyentes como a no creyentes. Es una realidad por la que todos los Estados deben tener la máxima consideración». En este discurso, el Papa señaló dos graves fenómenos sociales: el «invierno demográfico» que amplias áreas del mundo están sufriendo, con el consiguiente envejecimiento progresivo de la población, y las «uniones de hecho». No es ningún secreto que «se están acreditando soluciones jurídicas para las así llamadas ‘uniones de hecho’ que, a pesar de rechazar las obligaciones del matrimonio, pretenden gozar de derechos equivalentes. Además, a veces se quiere llegar incluso a una nueva definición del matrimonio para legalizar las uniones homosexuales, atribuyéndoles también el derecho a la adopción de hijos».
En su catequesis valenciana, el Papa Benedicto XVI subrayó el valor de la familia como bien necesario para los pueblos y como manantial y escuela de amor; recordó que la familia, fundada en el matrimonio, es el ámbito donde el hombre puede nacer con dignidad, crecer y desarrollarse de modo integral, y que es tarea de los padres introducir los hijos al ejercicio responsable de la libertad.
Del encuentro de Valencia, el Papa ha recordado sobre todo el testimonio de cónyuges que, bendecidos con muchos hijos, no ocultaron los días difíciles y las crisis pasadas, pero que han encontrado, precisamente en el esfuerzo cotidiano por vivir y sufrir a fondo el «sí» inicial, el camino evangélico del «perderse para encontrase», de la maduración en el amor y de la felicidad. «El sí que se habían dado recíprocamente, con la paciencia del camino y con la fuerza del sacramento con que Cristo los había unido, se había transformado en un gran ‘sí’ ante sí mismos, ante los hijos, ante el Dios creador y ante el Redentor Jesucristo» (22-XII-2006). Estas familias dieron un testimonio de alegría profunda y madura e hicieron más vivo en el corazón del Papa el problema de una Europa que parece no querer hijos. «Para un extraño, esta Europa parece cansada; más aún, da la impresión de querer despedirse de la historia. ¿Por qué están así las cosas? Esta es la gran pregunta». Las respuestas son complejas. Las razones de fondo por las que a muchos europeos les resulta demasiado grande el riesgo de tener hijos parecen ser el temor egoísta a verse obligados a darles algo del propio tiempo y una orientación para el recto vivir; y a eso hay que añadir la gran incertidumbre que siente el hombre con respecto a su futuro y el sentirse incapaz de tomar la decisión definitiva que supone un «sí» pronunciado para toda la vida. El Papa volvió a expresar su preocupación por las leyes de parejas de hecho y por la relativización de la diferencia sexual. «Si nos dicen que la Iglesia no debería entrometerse en estos asuntos, entonces podemos limitarnos a responder: ¿Es que el hombre no nos interesa? Los creyentes, en virtud de la gran cultura de su fe, ¿no tienen acaso el derecho de pronunciarse en todo esto? ¿No tienen –no tenemos– más bien el deber de alzar la voz para defender al hombre, a la criatura que precisamente en la unidad inseparable de cuerpo y alma es imagen de Dios?» (22-XII-2006).
El 8 de julio de 2006, en la Basílica de la Virgen de los Desamparados de Valencia, el Papa entregó un carta al Presidente de la Conferencia episcopal española, mons. Ricardo Blázquez, en la que escribe: «Conozco y aliento el impulso que estáis dando a la acción pastoral, en un tiempo de rápida secularización, que a veces afecta incluso a la vida interna de las comunidades cristianas. Seguid, pues, proclamando sin desánimo que prescindir de Dios, actuar como si no existiera o relegar la fe al ámbito meramente privado, socava la verdad del hombre e hipoteca el futuro de la cultura y de la sociedad. Por el contrario, dirigir la mirada al Dios vivo, garante de nuestra libertad y de la verdad, es una premisa para llegar a una humanidad nueva. El mundo necesita hoy de modo particular que se anuncie y se dé testimonio de Dios que es amor y, por tanto, la única luz que, en el fondo, ilumina la oscuridad del mundo y nos da la fuerza para vivir y actuar (cf. «, 39)». Aunque no lo nombre, el texto del Papa se refiere al proceso de «rápida secularización» favorecido por el gobierno socialista y sus iniciativas de ley . Una semanas antes, el 20 de mayo, recibiendo en audiencia al nuevo embajador de España ante al Santa Sede, el Papa ya había afirmado el derecho de la Iglesia a pronunciarse en ámbito público: «La Iglesia proclama sin reservas el derecho primordial a la vida, desde su concepción hasta su ocaso natural, el derecho a nacer, a formar y vivir en familia, sin que ésta se vea suplantada u ofuscada por otras formas o instituciones diversas». Dios y la secularización iban a ocupar un lugar central en las enseñanzas del Pontífice durante su siguiente viaje internacional.
Baviera: Dios, sacerdocio y diálogo
El viaje del Papa a su tierra natal tuvo por «tema» a Dios y como lema: «Quien cree nunca está solo». En Baviera pronunció 15 discursos, presidió 3 solemnes concelebraciones eucarísticas y dos celebraciones de las Vísperas (unas marianas en Altötting y otras ecuménicas en Ratisbona); encontró al mundo de la cultura en la Universidad de Ratisbona y a los sacerdotes y diáconos permanentes de la diócesis de Colonia.
Al recordar este viaje, el Papa señaló que «la Iglesia debe hablar de muchas cosas: de todas las cuestiones relacionadas con el ser del hombre, con su estructura y su ordenamiento, etc. Pero su tema verdadero, y en varios aspectos único, es ‘Dios’. Y el gran problema de Occidente es el olvido de Dios: es un olvido que se difunde. Estoy convencido de que todos los problemas particulares pueden remitirse, en última instancia, a esta pregunta. Por eso, en ese viaje mi intención principal era poner de relieve el tema de ‘Dios’, consciente de que en algunas partes de Alemania la mayoría de los habitantes no son bautizados y para ellos el cristianismo y el Dios de la fe parecen algo del pasado» (22-XII-2006). Con Dios están relacionados otros dos temas que marcaron estas jornadas bávaras: el sacerdocio y el diálogo.
El sacerdote es el «hombre de Dios». Sólo puede cumplir su misión fundamental de llevar a Dios a los hombres si él mismo viene « Dios, si vive « Dios y « Dios. A la luz de esta visión teocéntrica se comprende la vida y el ministerio de los presbíteros y, en particular, su celibato. Dada la naturaleza de su discurso natalicio a la Curia –un balance anual de la vida de la Iglesia– sorprende la amplitud concedida al celibato sacerdotal. Parece interesarle que se comprenda su naturaleza y motivaciones: vigente en la Iglesia latina, según una tradición que se remonta a una época cercana a la apostólica, el celibato sólo se puede comprender y vivir desde una visión teocéntrica. Las razones puramente pragmáticas, como la mayor disponibilidad para el ministerio, no bastan. El verdadero fundamento del celibato sólo puede ser Dios mismo, única heredad del sacerdote. El celibato «no puede significar quedar privados de amor; debe significar dejarse arrastrar por el amor a Dios y luego, a través de una relación más íntima con él, aprender a servir también a los hombres. El celibato debe ser un testimonio de fe: la fe en Dios se hace concreta en esa forma de vida, que sólo puede tener sentido a partir de Dios. Fundar la vida en él, renunciando al matrimonio y a la familia, significa acoger y experimentar a Dios como realidad, para así poderlo llevar a los hombres. Nuestro mundo, que se ha vuelto totalmente positivista, en el cual Dios sólo encuentra lugar como hipótesis, pero no como realidad concreta, necesita apoyarse en Dios del modo más concreto y radical posible. Necesita el testimonio que da de Dios quien decide acogerlo como tierra en la que se funda su propia vida. Por eso precisamente hoy, en nuestro mundo actual, el celibato es tan importante, aunque su cumplimiento en nuestra época se vea continuamente amenazado y puesto en tela de juicio» (22-XII-2006). La vida célibe requiere, concluye el Papa, una preparación esmerada en el seminario y un acompañamiento continuo del sacerdote por parte del obispo, de amigos sacerdotes y de laicos, que sostengan juntos el testimonio de un celibato sacerdotal vivido con alegría. Este testimonio es muy necesario porque introduce a Dios en nuestro mundo como realidad.
Al dar su testimonio del Dios vivo, la Iglesia desarrolla en diversos círculos un «. El círculo más interior corresponde al diálogo ecuménico, que es una prioridad pastoral del Santo Padre. El 25 de abril de 2005, una semana después de su elección, se reunió con los representantes de las Iglesias y Comunidades cristianas para decirles que el compromiso de la Iglesia por el ecumenismo es «irreversible». En el discurso a los cardenales del 20 de abril precedente había dicho que su personal compromiso con el ecumenismo era «prioritario». El compromiso común de los cristianos en favor de la unidad se hizo evidente durante las Vísperas ecuménicas en la catedral de Ratisbona donde, además de los católicos, el Papa encontró «muchos amigos de la Ortodoxia y del Cristianismo Evangélico. Estábamos todos allí reunidos para rezar los Salmos y escuchar la palabra de Dios, y no es insignificante el hecho de que nos haya sido concedida esta unidad» (22-XII-2006).
El escenario elegido para el diálogo entre la fe y la razón fue la Universidad de Ratisbona, donde Joseph Ratzinger había sido profesor de teología dogmática. En el encuentro navideño con la Curia, el Papa reveló un motivo de su interés por este tema:
«Con ocasión de mi encuentro con el filósofo Jürgen Habermas, hace algunos años en Munich, él dijo que nos hacían falta pensadores capaces de traducir las convicciones cifradas de la fe cristiana al lenguaje del mundo secularizado para hacerlas así eficaces de nuevo. De hecho, resulta cada vez más evidente la gran necesidad que tiene el mundo del diálogo entre la fe y la razón. Manuel Kant, en su tiempo, consideraba que la esencia de la Ilustración se resumía en la expresión ‘’: en la valentía del pensamiento que no permite que ningún prejuicio lo ponga en aprieto. Pues bien, desde entonces la capacidad cognoscitiva del hombre, su dominio sobre la materia mediante la fuerza del pensamiento, ha hecho progresos en aquel tiempo inimaginables. Pero el poder del hombre, que ha aumentado en sus manos gracias a la ciencia, se transforma cada vez más en un peligro que se cierne sobre el hombre mismo y sobre el mundo. La razón orientada totalmente a enseñorearse del mundo no acepta ya límites. Está a punto de tratar al hombre mismo como simple materia de su producción y de su poder. Nuestro conocimiento aumenta, pero al mismo tiempo se produce una progresiva ceguera de la razón con respecto a sus mismos fundamentos, con respecto a los criterios que le dan orientación y sentido. La fe en el Dios que es en persona la Razón creadora del universo debe ser acogida por la ciencia de modo nuevo como un desafío y una oportunidad. Recíprocamente, esta fe debe reconocer nuevamente su intrínseca amplitud y su propia racionalidad. La razón necesita el « que está en el inicio y es nuestra luz; la fe, por su parte, necesita el coloquio con la razón moderna para darse cuenta de su propia grandeza y corresponder a sus responsabilidades. Esto es lo que traté de poner de relieve en mi lección magistral en Ratisbona. No es una cuestión puramente académica; en ella está en juego el futuro de todos nosotros» (22-XII-2006).
La prensa presentó su lección «Fe, razón, universidad. Recuerdos y reflexiones», pronunciada el 12 de septiembre, como si hubiera versado sobre diálogo interreligioso. La Iglesia, ciertamente, quiere seguir construyendo puentes de amistad con los seguidores de todas las religiones pero en Ratisbona «el diálogo entre las religiones se tocó marginalmente y desde un doble punto de vista. La razón secularizada no es capaz de entrar en un verdadero diálogo con las religiones. Si se cierra ante la cuestión de Dios, esto acabará por llevar al enfrentamiento de las culturas. El otro punto de vista se refería a la afirmación según la cual las religiones deben colaborar en la tarea común de ponerse al servicio de la verdad y, por consiguiente, del hombre» (22-XII-2006). El Papa inició su lección con la cita de un diálogo, editado por Th. Khoury, entre el emperador bizantino Manuel II Paleólogo y un docto musulmán, posiblemente del año 1391. Este inciso, aislado de su contexto, fue interpretado por una parte del mundo islámico como «ofensa» a Mahoma y al Islam.
El 16 de septiembre, el cardenal T. Bertone, Secretario de Estado, explicó en una Declaración que el Santo Padre en ningún momento y modo ha pretendido asumir el juicio del emperador bizantino citado por él en el controvertido discurso; sólo lo ha utilizado como una oportunidad para desarrollar en un contexto académico algunas reflexiones sobre la relación entre religión y violencia en general, y para concluir con un claro y radical rechazo de la motivación religiosa de la violencia, independientemente de dónde proceda. Al día siguiente, durante el el Papa dijo estar «vivamente afligido por las reacciones suscitadas» por esa «cita de un texto medieval, que de ningún modo expresa mi pensamiento personal». En la Audiencia del miércoles 20, repitió que el tema tratado fue la cuestión de la relación entre fe y razón:
«Para introducir al auditorio en el carácter dramático y actual del tema, cité algunas palabras de un diálogo cristiano-islámico del siglo XIV, con las que el interlocutor cristiano –el emperador bizantino Manuel II Paleólogo– de forma incomprensiblemente brusca para nosotros, presentó al interlocutor islámico el problema de la relación entre religión y violencia. Por desgracia, esta cita ha podido dar pie a un malentendido. Sin embargo, a quien lea atentamente mi texto le resultará claro que de ningún modo quería hacer mías las palabras negativas pronunciadas por el emperador medieval en ese diálogo y que su contenido polémico no expresa mi convicción personal. Mi intención era muy diferente: partiendo de lo que Manuel II afirma a continuación de modo positivo, con palabras muy hermosas, acerca de la racionalidad que debe guiar en la transmisión de la fe, quería explicar que la religión no va unida a la violencia, sino a la razón […]; quería invitar al diálogo de la fe cristiana con el mundo moderno y al diálogo de todas las culturas y religiones».
Para consolidar las relaciones de amistad y solidaridad entre la Santa Sede y las comunidades musulmanas del mundo, el Papa Benedicto XVI quiso encontrarse en Castel Gandolfo el 25 de septiembre –día de inicio del Ramadán– con los representantes de las Comunidades islámicas en Italia y con los embajadores de los Países de mayoría islámica acreditados ante del Santa Sede. El Papa reiteró su estima y respeto por los creyentes musulmanes y aprovechó la ocasión para expresar una profunda convicción personal: «En un mundo caracterizado por el relativismo, y que con demasiada frecuencia excluye la trascendencia de la universalidad de la razón, necesitamos con urgencia un auténtico diálogo entre las religiones y entre las culturas, que pueda ayudarnos a superar juntos todas las tensiones con espíritu de colaboración fecunda». Está en juego la paz anhelada ardientemente por los hombres de buena voluntad y que sólo puede construirse con la colaboración de todos. «Nuestros contemporáneos –añadió– esperan de nosotros un testimonio elocuente para mostrar a todos el valor de la dimensión religiosa de la existencia. Por consiguiente, fieles a las enseñanzas de sus respectivas tradiciones religiosas, cristianos y musulmanes deben aprender a trabajar juntos, como ya sucede en diversas experiencias comunes, para evitar toda forma de intolerancia y oponerse a toda manifestación de violencia; y nosotros, autoridades religiosas y responsables políticos, debemos guiarles y animarles a actuar así». El Papa concluyó con una cálida invitación al compromiso de cristianos y musulmanes «para afrontar juntos los numerosos desafíos que se plantean a la humanidad, especialmente en lo que concierne a la defensa y la promoción de la dignidad del ser humano, así como a los derechos que de ella se derivan. Mientras aumentan las amenazas contra el hombre y contra la paz, los cristianos y los musulmanes, reconociendo el carácter central de la persona y trabajando con perseverancia para que se respete siempre la vida humana, manifiestan su obediencia al Creador, que quiere que todos vivan con la dignidad que les ha otorgado». El diálogo cristiano-musulmán fue objeto de su siguiente viaje internacional.
Turquía: ecumenismo, Islam y libertad religiosa
La peregrinación apostólica del Papa Benedicto XVI a Turquía, del 28 de noviembre al 1º de diciembre, se preveía difícil; no faltaron en los días precedentes amenazas a su persona. Los hechos, sin embargo, premiaron la determinación del Papa.
Como era su intención, se trató de un viaje «pastoral y no político», marcado por intensos encuentros ecuménicos e interreligiosos, y muy consolador para la pequeña comunidad católica de ese país, que el Papa encontró durante su visita a la Casa de la Madre de Dios en Éfeso y en la celebración eucarística conclusiva en la catedral latina de Estambul. Se trató de una celebración inter-ritual y claramente «católica», pues resonaron los variados componentes de la rica liturgia católica antigua (latina, armena, caldea y siria) y las oraciones y cantos se elevaron en turco, francés, alemán, sirio, árabe y español.
La visita a Turquía brindó al Papa la ocasión de manifestar públicamente el respeto que él y toda la Iglesia tienen por la religión islámica (cf. Concilio Vaticano II, «, 3). Lo hizo en el encuentro con el Presidente de los Asuntos religiosos y con la oración silenciosa durante la visita a la Mezquita Azul de Estambul. En los augurios natalicios a la Curia, el Papa indicó una realidad que debería ayudar a los católicos a ser comprensivos con el camino que muchos musulmanes están recorriendo, con la conciencia de que los cambios de mentalidad y de cultura no pueden forzarse o precipitarse:
«En el diálogo con el Islam, que es preciso intensificar, debemos tener presente que el mundo musulmán se encuentra hoy con gran urgencia ante una tarea muy semejante a la que se impuso a los cristianos desde los tiempos de la Ilustración y que el concilio Vaticano II, como fruto de una larga y ardua búsqueda, llevó a soluciones concretas para la Iglesia católica. Se trata de la actitud que la comunidad de los fieles debe adoptar ante las convicciones y las exigencias que se afirmaron en la Ilustración. Por una parte, hay que oponerse a una dictadura de la razón positivista que excluye a Dios de la vida de la comunidad y de los ordenamientos públicos, privando así al hombre de sus criterios específicos de medida. Por otra, es necesario aceptar las verdaderas conquistas de la Ilustración, los derechos del hombre, y especialmente la libertad de la fe y de su ejercicio, reconociendo en ellos elementos esenciales también para la autenticidad de la religión. […] El mundo islámico, con su propia tradición, tiene ante sí la gran tarea de encontrar a este respecto las soluciones adecuadas. En este momento, el contenido del diálogo entre cristianos y musulmanes consistirá sobre todo en encontrarse en este compromiso para hallar las soluciones correctas. Los cristianos nos sentimos solidarios con todos los que, precisamente por su convicción religiosa de musulmanes, se comprometen contra la violencia y en favor de la sinergia entre fe y razón, entre religión y libertad. En este sentido, los dos diálogos de los que he hablado se compenetran mutuamente» (22-XII-2006).
En este gran horizonte se coloca el delicado tema de la libertad religiosa –»garantizada institucionalmente y efectivamente respetada»– que, junto al compromiso de las grandes religiones por la paz, fue un tema recurrente en los ocho discursos pronunciados por el Papa en Turquía. Turquía, aunque en su configuración constitucional sea un Estado «laico», en la práctica sólo protege la religión islámica. «Esperamos y oramos para que la libertad religiosa, que corresponde a la naturaleza íntima de la fe y está reconocida en los principios de la Constitución turca, encuentre en las formas jurídicas adecuadas y en la vida diaria del Patriarcado y de las demás comunidades cristianas una realización práctica cada vez mayor» (22-XII-2006). En Ankara, el Papa centró su discurso al Cuerpo Diplomático en la libertad religiosa, la paz, el diálogo y la dignidad humana.
El Papa ha vuelto a hablar con fuerza de la libertad religiosa en su Mensaje para la Jornada Mundial por la Paz del 1º de enero de 2007. Como su Predecesor, Benedicto XVI reivindica los derechos fundamentales de cada persona y, en particular, el respeto de la y la de todos. El Papa recordó las dificultades que los cristianos y los seguidores de otras religiones encuentran a menudo para profesar pública y libremente sus propias convicciones religiosas. «Hablando en particular de los cristianos, debo notar con dolor que a veces no sólo se ven impedidos, sino que en algunos Estados son incluso perseguidos, y recientemente se han debido constatar también trágicos episodios de feroz violencia. Hay regímenes que imponen a todos una única religión, mientras que otros regímenes indiferentes alimentan no tanto una persecución violenta, sino un escarnio cultural sistemático respecto a las creencias religiosas. En todo caso, no se respeta un derecho humano fundamental, con graves repercusiones para la convivencia pacífica. Esto promueve necesariamente» (n. 5).
La peregrinación apostólica a Turquía tuvo, también, momentos de fuerte intensidad ecuménica. El encuentro con el Patriarca Bartolomé I fue motivo de viva alegría para el Papa. «Experimentamos que somos hermanos no sólo por palabras y acontecimientos históricos, sino desde lo más íntimo del alma; que estamos unidos por la fe común de los Apóstoles, desde dentro de nuestro pensamiento y sentimiento personal. Experimentamos una unidad profunda en la fe y pediremos al Señor con más insistencia aún que nos conceda pronto también la unidad plena en la común fracción del Pan» (22-XII-2006).
Una Papa para el mundo entero
El corazón del Papa está abierto al mundo entero y su oración implora la bendición de Dios para todos los pueblos de la tierra. Expresión de esta solicitud universal del Papa es el discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede del 8 de enero de 2007. Algunas regiones del mundo, por diversos motivos, han estado más presentes en su corazón durante los dos primeros años de su Pontificado: Medio Oriente, África y Asia.
Si la está siempre en el corazón del Papa y de los cristianos, con mayor motivo, durante el último año. Desde el estallido de la última guerra en Líbano y mientras duró el conflicto, directamente o a través de sus colaboradores, el Sumo Pontífice se pronunció al menos dos veces por semana. Convocó para el 23 de julio una jornada mundial de oración y penitencia para implorar de Dios el don de la paz. Una semana después lanzó este fuerte apelo: «En nombre de Dios me dirijo a todos los responsables de esta espiral de violencia para que cada una de las partes deponga inmediatamente las armas». El 15 de agosto envió al cardenal Roger Etchegaray al Líbano para llevar a los cristianos de ese País un mensaje personal de esperanza. Además de invitar a los fieles a rogar por el inmediato cese de las hostilidades y a los Gobiernos a abrir pasillos humanitarios para el auxilio la población, no ha cesado de animar el inicio de negociaciones de paz que pudieran «poner punto final a objetivas situaciones de injusticia, existentes en aquella región». La Santa Sede participó oficialmente como Observador en la Conferencia internacional para el Líbano que, por iniciativa del Gobierno italiano, se desarrolló en Roma el 26 de julio. El Santo Padre, además, no ha dejado de exhortar al Episcopado mundial y a las organizaciones caritativas católicas para que ayuden a las poblaciones golpeadas por la guerra, en particular a la población civil del Líbano que ha sufrido las consecuencias de un ataque calificado por la comunidad internacional de «desproporcionado». Finalmente, el 21 de diciembre de 2006, con motivo de la Navidad, el Santo Padre envió una carta a los católicos de la región para expresarles su solidaridad y su presencia espiritual en cada una de sus Iglesias particulares, «incluidas las más pequeñas»; los anima a no abandonar la región, alentados por la certeza de que su testimonio será una ayuda y un apoyo para un futuro de paz y fraternidad.
Ante el Cuerpo Diplomático, el Papa renovó su urgente llamada a todas las partes implicadas en el complejo tablero político del Medio Oriente y aprovechó la ocasión para expresar su mente sobre la situación creada:
«La Santa Sede no se cansará nunca de repetir que las soluciones armadas no conducen a nada, como se ha visto en el Líbano el verano pasado. El futuro de este país pasa necesariamente por la unidad de todos los que lo integran y por las relaciones fraternas entre los diferentes grupos religiosos y sociales. Éste es un mensaje de esperanza para todos. No es posible tampoco contentarse con soluciones parciales o unilaterales. Para poner fin a la crisis y a los sufrimientos que ocasiona en las poblaciones, es necesario proceder según un enfoque global, que no excluya a nadie en la búsqueda de una solución negociada y que tenga en cuenta las aspiraciones y los legítimos intereses de los distintos pueblos implicados; en particular, los Libaneses tienen derecho a ver respetadas la integridad y la soberanía de su país; los Israelíes tienen derecho a vivir en paz en su Estado; los Palestinos tienen derecho a una patria libre y soberana. Si cada uno de los pueblos de la región ve sus aspiraciones tomadas en consideración y se siente menos amenazado, se reforzará la confianza mutua» (8-I-2007).
Desde el inicio de su Pontificado, el Papa Benedicto ha mirado con particular benevolencia a . Ha pedido a los fieles y al mundo entero que no se olviden de ese continente. A la vista de un próximo segundo Sínodo Especial de los obispos para África, convocado por el Papa para fecha todavía no determinada, se han desarrollado en el año 2006 las visitas de los obispos de países africanos ya iniciadas el año anterior. En el encuentro con sacerdotes romanos, el 2 de marzo de 2006, Benedicto XVI dijo que el continente africano es «la gran esperanza de la Iglesia» y que para él había sido muy edificante y consolador encontrarse con «obispos de elevado nivel teológico y cultural, obispos celosos, que realmente están animados por la alegría de la fe. Sabemos que esa Iglesia está en buenas manos, pero, a pesar de ello, sufre porque las naciones aún no están formadas». Aunque las situaciones de estos países sean diversas, los principales temas tratados por el Papa en esas visitas se refieren a problemas que atenazan a buena parte del continente y que esperan, desde hace años, una solución: la formación de los sacerdotes y los fieles; el esfuerzo por la reconciliación, la paz y la justicia; el servicio y desarrollo de los más pobres; la fraterna relación con los creyentes de otras religiones; el diálogo con las culturas locales. El desarrollo podría ser uno de los grandes temas del magisterio pontificio en el 2007 por celebrarse el 40º y el 20º aniversario de las encíclicas de Pablo VI y de Juan Pablo II.
El 24 de marzo de 2006, el Papa Benedicto XVI tuvo su primer Consistorio ordinario público para el nombramiento de 15 nuevos cardenales que, por su proveniencia (8 de Europa, 3 de América, 3 de Asia, 1 de África) y por las diversas misiones que desempeñan al servicio de la Iglesia, reflejan bien la universalidad de la Iglesia. En estos nombramientos parece percibirse una particular benevolencia papal hacia , pues los católicos asiáticos son una pequeña minoría. El nombramiento cardenalicio del obispo de Hong Kong, Joseph Zen Ze-kiun, ha sido interpretado como un gesto de honor de la Iglesia católica al pueblo chino y como un augurio de relaciones más intensas y directas entre la Santa Sede y el Gobierno chino. En las homilías del 24 y del 25, Benedicto XVI explicó la rica simbología de las «insignias» cardenalicias: el color rojo de la púrpura y el «regalo nupcial» del anillo significan el amor. El rojo es símbolo del ardiente amor cristiano que debe resplandecer en la vida de los cardenales. El anillo recuerda el deber de estar íntimamente unidos a Cristo para cumplir la misión de esposo de la Iglesia, testimoniando, sobre todo a favor de los pobres, el valor supremo de la caridad, el carisma «más grande» y la «vía mejor de todas». La Iglesia quiere recorrer la vía del amor-servicio, y no la de la política y el poder.
La creación de los nuevos cardenales estuvo precedida por el Consistorio extraordinario del 23 de marzo donde el Papa trató con el Colegio Cardenalicio cuatro temas de la vida de la Iglesia presentes en la agenda papal: la condición de los obispos eméritos, el «caso Lefebvre», la reforma litúrgica realizada por el Concilio Vaticano II y el diálogo entre la Iglesia y el Islam. Cada tema fue introducido por una relación desarrollada por los cardenales Re, Castrillón Hoyos, Arinze y Sodano, respectivamente. Es previsible que Europa ocupe un lugar importante en la agenda del 2007, porque, como dijo el Papa al Cuerpo Diplomático, «al prepararnos para celebrar el cincuenta aniversario de los Tratados de Roma, se impone una reflexión sobre el Tratado constitucional. Deseo que los valores fundamentales que están a la base de la dignidad humana sean protegidos plenamente, en particular la libertad religiosa en todas sus dimensiones, así como los derechos institucionales de las Iglesias. Al mismo tiempo, no se puede hacer abstracción del innegable patrimonio cristiano de este continente, que contribuyó ampliamente a modelar la Europa de las Naciones y la Europa de los pueblos» (8-I-2007).
Verona: el testimonio cristiano de la Iglesia
Por razones históricas y geográficas, el Obispo de Roma sigue con particular solicitud los pasos de la Iglesia que peregrina en Italia. A finales de mayo de 2005, viajó a Bari para la Clausura del Congreso Eucarístico Nacional; el 1º de septiembre de 2006 peregrinó al Santuario de la Santa Faz de Manoppello (Pescara) y el 19 de octubre a Verona con ocasión de la IV Asamblea Eclesial Nacional de la Iglesia italiana que tuvo por tema «Testigos de Jesús Resucitado, esperanza del mundo». El Papa dirigió un discurso a los obispos, sacerdotes y fieles laicos participantes en la Asamblea que podría muy bien aplicarse a muchas otras iglesias particulares.
La «reflexión» del Papa – como él mismo llamó a su discurso – se abrió con el recuerdo del Concilio Vaticano II, del que esta IV Asamblea nacional es una etapa de aplicación, que sigue a las asambleas celebradas en Roma (1976), Loreto (1985) y Palermo (1995). El Papa encuentra muy acertada la elección del tema pues la resurrección de Cristo «es el centro de la predicación y del testimonio cristiano, desde el inicio y hasta el fin de los tiempos». La Resurrección es un misterio de amor. «Jesucristo resucita de entre los muertos porque todo su ser es perfecta e íntima unión con Dios, que es el amor realmente más fuerte que la muerte». La resurrección inauguró una nueva dimensión de la vida y de la realidad, que penetra continuamente en nuestro mundo y lo transforma. Todo esto acontece a través de la vida y del testimonio de la Iglesia y «llega a nosotros mediante la fe y el sacramento del bautismo, que es realmente muerte y resurrección, un nuevo nacimiento, transformación en una vida nueva». La misión cristiana consiste en cooperar para que se realice efectivamente, en nuestra vida diaria, lo que el Espíritu Santo ha emprendido en nosotros con el bautismo. El cristiano es, de este modo, el testigo de la Resurrección.
El Papa ve Italia como «un terreno muy necesitado y a la vez muy favorable» a este testimonio de Cristo resucitado. Un terreno , porque «participa de la cultura que predomina en Occidente y que quisiera proponerse como universal y autosuficiente, generando un nuevo estilo de vida. De ahí deriva una nueva oleada de ilustración y de laicismo, por la que sólo sería racionalmente válido lo que se puede experimentar y calcular, mientras que en la práctica la libertad individual se erige como valor fundamental al que todos los demás deberían someterse. Así Dios queda excluido de la cultura y de la vida pública, y la fe en él resulta más difícil» .
Esta cultura sitúa la ética «dentro de los confines del relativismo y el utilitarismo, excluyendo cualquier principio moral que sea válido y vinculante por sí mismo». Este tipo de cultura se pone a los antípodas del cristianismo y de las tradiciones religiosas y morales de la humanidad. Por eso, dicha cultura «no es capaz de entablar un verdadero diálogo con las demás culturas, en las que la dimensión religiosa está fuertemente presente; y no puede responder a los interrogantes fundamentales sobre el sentido y sobre la dirección de nuestra vida. Por eso, esta cultura está marcada por una profunda carencia, pero también por una gran necesidad –inútilmente escondida– de esperanza».
Italia constituye, también, un terreno para el testimonio cristiano, pues «la Iglesia aquí es una realidad muy viva, que conserva una presencia capilar en medio de la gente de todas las edades y condiciones. Las tradiciones cristianas con frecuencia están arraigadas y siguen produciendo frutos, mientras que se está llevando a cabo un gran esfuerzo de evangelización y catequesis, dirigido en particular a las nuevas generaciones». Los italianos perciben con mayor claridad «la insuficiencia de una racionalidad encerrada en sí misma y de una ética demasiado individualista». La percepción, muy difundida en el pueblo italiano, del peligro que hay en separarse de las raíces cristianas de nuestra civilización es formulada expresamente y con fuerza por muchos e importantes hombres de cultura, «incluso entre los que no comparten o al menos no practican nuestra fe». Esta última expresión del Pontífice alude a los denominados «ateos devotos», que, aun si pertenecer a la comunidad eclesial, piensan que las raíces cristianas de la sociedad italiana deben ser salvaguardadas. En esta afirmación del Papa Benedicto XVI no hay ninguna implicación de carácter político, ni una reducción del cristianismo a mera religión civil, sino solamente la alegría del pastor que ve, para bien de las personas, cómo nacen fuera de la Iglesia posiciones comunes a las de la tradición cristiana. Eso no excluye que, con la necesaria atención a las posibles instrumentalizaciones, los cristianos tengan que estar siempre prontos al diálogo, a dar razón de su esperanza (cf. 1 3,15) y a la confrontación con quienes no compartan sus posiciones culturales. «Nuestra actitud –concluye el Papa– nunca deberá ser un encerramiento en nosotros mismos, renunciando a la acción. Al contrario, es preciso mantener vivo y, si es posible, incrementar nuestro dinamismo; es necesario abrirse con confianza a nuevas relaciones, sin desperdiciar ninguna de las energías que pueden contribuir al crecimiento cultural y moral de Italia».
Para que la Iglesia pueda cumplir su misión de «dar respuestas positivas y convincentes a las expectativas y a los interrogantes de nuestra gente», el Santo Padre da una consigna que él mismo está aplicando en su Pontificado: a través del testimonio multiforme de la Iglesia, debe brotar «el gran ‘sí’ que en Jesucristo Dios dijo al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia; y, por tanto, cómo la fe en el Dios que tiene rostro humano trae la alegría al mundo. En efecto, el cristianismo está abierto a todo lo que hay de justo, verdadero y puro en las culturas y en las civilizaciones; a lo que alegra, consuela y fortalece nuestra existencia». Los cristianos están llamados a desplegar una amplia obra de discernimiento y purificación, pues, por una parte, «reconocen y acogen de buen grado los auténticos valores de la cultura de nuestro tiempo, como el conocimiento científico y el desarrollo tecnológico, los derechos del hombre, la libertad religiosa y la democracia» y, por otra, «no ignoran y no subestiman la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza para el camino del hombre en todo contexto histórico. En particular, no descuidan las tensiones interiores y las contradicciones de nuestra época. Por eso, la obra de evangelización nunca consiste sólo en adaptarse a las culturas, sino que siempre es también una purificación, un corte valiente, que se transforma en maduración y saneamiento».
El Papa Benedicto XVI, ejemplar en su testimonio cristiano, no se cansa de presentar la belleza de la fe y, con la explicación de la palabra de Dios, infunde esperanza en los cristianos y en el mundo. En sus discursos y homilías no hay retórica; sólo una gran deseo de comunicar y transmitir la riqueza y esplendor de la fe. Tiene el don de hacer sencillo lo difícil, de hacer asequible a todo el mundo la gozosa propuesta cristiana, sin rebajar sus exigencias. No faltan en sus homilías imágenes vivaces que hacen más visible y asequible los contenidos que comunica.
Para que la experiencia de la fe y del amor cristiano sea acogida, vivida y transmitada de una generación a otra –siguió diciendo en Verona–, una cuestión «fundamental y decisiva» es la de la persona, la formación de su inteligencia, libertad y capacidad de amar. Sólo con esta obra educativa y la ayuda de la gracia divina «se podrá afrontar con eficacia el peligro que corre el destino de la familia humana constituido por el desequilibrio entre el crecimiento tan rápido de nuestro poder técnico y el crecimiento mucho más lento de nuestros recursos morales». Una educación verdadera debe suscitar «la valentía de las decisiones definitivas, que hoy se consideran un vínculo que limita nuestra libertad, pero que en realidad son indispensables para crecer y alcanzar algo grande en la vida, especialmente para que madure el amor en toda su belleza». De esta solicitud por la persona humana y su formación brotan los «no» de la Iglesia y del Papa a «formas débiles y desviadas de amor y a las falsificaciones de la libertad, así como a la reducción de la razón sólo a lo que se puede calcular y manipular». Estos «no» son, en realidad, un «sí» al amor auténtico y a «la realidad del hombre tal como ha sido creado por Dios»: una afirmación de nuestro ser.
La autenticidad del testimonio cristiano se certifica con el amor y la solicitud concreta por quienes sufren «las numerosas formas nuevas de pobreza, moral y material». El testimonio eclesial de caridad ha de conservar elevado y luminoso su perfil específico, «alimentándose de humildad y confianza en el Señor, evitando sugestiones ideológicas y simpatías de partido». De este modo, la caridad de la Iglesia hará visible en el mundo el amor de Dios. El testimonio cristiano en el mundo pasa también por la política. Benedicto XVI subrayó algunos puntos relativos a las responsabilidades civiles y políticas de los católicos: ante todo, que la «novedad sustancial» aportada por Jesucristo a las relaciones entre la religión y la política, a través de la distinción y la autonomía recíproca entre el Estado y la Iglesia, abrió el camino hacia un mundo más humano y libre; ahí tiene su raíz histórica el valor universal de la libertad religiosa. La Iglesia, que«», tiene un profundo interés por el bien de la comunidad política, cuya alma es la justicia, y aporta su contribución específica a dos niveles: uno doctrinal y otro práctico. En el primero, «con su doctrina social, argumentada a partir de lo que está de acuerdo con la naturaleza de todo ser humano, la Iglesia contribuye a hacer que se pueda reconocer eficazmente, y luego también realizar, lo que es justo». En la práctica, «la inmediata de para construir un orden justo en la sociedad no a la Iglesia como tal, sino , que actúan como ciudadanos bajo su propia responsabilidad». Los fieles laicos han de afrontar «el peligro de opciones políticas y legislativas que contradicen valores fundamentales y principios antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza del ser humano, en particular con respecto a la defensa de la vida humana en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, y a la promoción de la familia fundada en el matrimonio, evitando introducir en el ordenamiento público otras formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, oscureciendo su carácter peculiar y su insustituible función social».
Como conclusión de su «reflexión», el Pontífice entregó a la Iglesia en Italia dos grandes consignas: la unidad y la contemplación del ejemplo de María: «lo fundamental es estar unidos a Cristo y luego entre nosotros, estar con él para poder ir en su nombre»; esta Iglesia-comunión encuentra en María, pura e inalterada, su verdadera esencia. A través de María, «aprendemos a conocer y amar el misterio de la Iglesia que vive en la historia, nos sentimos parte de ella hasta las últimas consecuencias, nos convertimos por nuestra parte en ‘almas eclesiales’ y aprendemos a resistir a la ‘secularización interna’ que amenaza a la Iglesia en nuestro tiempo a consecuencia de los procesos de secularización que han marcado profundamente la civilización europea». Al misterio de la Iglesia, el Santo Padre ha dedicado buena parte de sus catequesis.
Catequista de la Iglesia de Cristo
Concluidas las «catequesis de los miércoles», iniciadas por su Predecesor, sobre los salmos y los cánticos de Laudes y Vísperas, a partir de marzo de 2006, Benedicto XVI ha dedicado los audiencias del miércoles al misterio de la relación entre Cristo y la Iglesia, a la luz de la experiencia de los Apóstoles. La Iglesia se constituyó sobre el fundamento de los Apóstoles como comunidad de fe, esperanza y caridad. A través de ellos, los cristianos de todos los tiempos nos remontamos a Jesús mismo. La Iglesia contempla el rostro de Cristo y la luz de ese Rostro se refleja en el rostro de la Iglesia, a pesar de los límites y las sombras de la humanidad frágil y pecadora de sus miembros. La misión y actividad del Hijo encarnado tiene una finalidad comunitaria: congregar, purificar y salvar al pueblo de Dios. Signo evidente de esa intención es No podemos tener a Jesús prescindiendo de la realidad que él ha creado y en la cual se comunica. Entre el Hijo de Dios encarnado y su Iglesia existe una profunda, inseparable y misteriosa continuidad, en virtud de la cual Cristo está presente hoy en su pueblo: en la Iglesia construida sobre el fundamento de los Apóstoles y vivo en la sucesión apostólica, Cristo es siempre nuestro contemporáneo (15-III-2006).
La aventura de los Apóstoles comienza con el encuentro con Cristo. Los discípulos ven dónde vive y tienen un conocimiento directo del Maestro. No serán anunciadores de una idea, sino testigos de una persona y mensajeros del Reino de Dios a todas las naciones. Los Doce son elegidos para participar en la misma misión de Jesús. Esta misión continúa porque permanece siempre el mandato del Señor de congregar a los pueblos en la unidad de su amor (22-III-2006).
La Iglesia es misterio de comunión. A lo largo de los siglos, la Iglesia, orgánicamente estructurada bajo la guía de los pastores legítimos, ha seguido viviendo en el mundo como misterio de comunión, en el que se refleja de alguna manera la misma comunión trinitaria. En el tiempo de la peregrinación terrena, el discípulo, mediante la comunión con el Hijo, ya puede participar de la vida divina. Esta vida de comunión con Dios y entre nosotros es la finalidad propia del anuncio del Evangelio y de la conversión al cristianismo. Esta doble comunión, con Dios y entre nosotros, es inseparable. Donde se destruye la comunión con Dios, se destruye también el manantial de la comunión entre nosotros. Y donde no se vive la comunión entre nosotros, tampoco es viva y verdadera la comunión con el Dios Trinitario. La comunión se alimenta con el Pan eucarístico y se manifiesta en las relaciones fraternas. A pesar de todas las fragilidades humanas que pertenecen a su fisonomía histórica, la Iglesia se manifiesta como una maravillosa creación del amor, hecha para que Cristo esté cerca de todos los hombres que quieran encontrarse con él, hasta el final de los tiempos. Y en la Iglesia el Señor permanece con nosotros, siempre contemporáneo (29-III-2006).
Lo esencial de la Iglesia permanece, aunque vayan cambiando los tiempos. El Espíritu Santo constituye con un vínculo íntimo la Iglesia y le dona la verdad y el amor. Este vínculo con el Espíritu no anula nuestra humanidad con toda su debilidad; así, la comunidad de los discípulos desde el inicio experimenta no sólo la alegría del Espíritu Santo, sino también las laceraciones de la comunión. Desde el inicio y hasta el final de los tiempos existirá la comunión del amor y, por desgracia, también la división. Quien cree y quiere vivir en la Iglesia del amor debe reconocer también este peligro y aceptar que no es posible la comunión con quien se ha alejado de la doctrina de la salvación. La Iglesia del amor es también la Iglesia de la verdad, entendida ante todo como fidelidad al Evangelio encomendado por el Señor Jesús a los suyos. Para vivir en la unidad y en la paz, la Iglesia necesita el ministerio de los Apóstoles que la conserve en la verdad y la guíe con discernimiento sabio y autorizado. La Iglesia es totalmente del Espíritu, pero tiene una estructura, la sucesión apostólica, a la que compete la responsabilidad de garantizar la permanencia de la Iglesia en la verdad donada por Cristo, de la que deriva también la capacidad del amor. Los Apóstoles y sus sucesores son, por consiguiente, los custodios y los testigos autorizados del depósito de la verdad entregado a la Iglesia, y a la vez ministros de la caridad (5-IV-2006).
La comunión eclesial, suscitada y sostenida por el Espíritu Santo, conservada y promovida por el ministerio apostólico, abarca a los creyentes de todas las generaciones. Gracias al Paráclito, la experiencia del Resucitado que hizo la comunidad apostólica en los orígenes de la Iglesia, las generaciones sucesivas podrán vivirla siempre en cuanto transmitida y actualizada en la fe, en el culto y en la comunión del pueblo de Dios, peregrino en el tiempo. Esta permanente actualización de la presencia activa de Jesucristo en su pueblo, obrada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia a través del ministerio apostólico y de la comunión fraterna, es lo que en sentido teológico se entiende con el término Tradición: no una simple transmisión material de lo que fue donado al inicio a los Apóstoles, sino la presencia eficaz del Señor Jesús, que acompaña y guía mediante el Espíritu Santo a la comunidad reunida por él. La Tradición es la comunión de los fieles en torno a los legítimos pastores a lo largo de la historia; una comunión que el Espíritu Santo alimenta asegurando el vínculo entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad originaria de los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia. La Tradición es la presencia permanente del Salvador que viene para encontrarse con nosotros, para redimirnos y santificarnos en el Espíritu mediante el ministerio de su Iglesia, para gloria del Padre. La Tradición no es la transmisión de cosas o palabras muertas, sino el río vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están siempre presentes (26-IV-2006). Aunque de manera diversa a la de los Apóstoles, también nosotros tenemos una verdadera experiencia personal de la presencia del Señor resucitado. A través del ministerio apostólico, Cristo mismo llega a quienes son llamados a la fe. La distancia de los siglos se supera y el Resucitado se presenta vivo y operante para nosotros, en el hoy de la Iglesia y del mundo (3-V-2006). La Tradición en la Iglesia es la presencia permanente de la palabra y de la vida de Jesús en su pueblo. La palabra, para estar presente, necesita de un testigo. Al inicio están los apóstoles, llamados y enviados por el Resucitado; la sucesiva llamada y envío de otros se realizará, con la fuerza del Espíritu, por obra de quienes han sido constituidos en el ministerio apostólico, que desde la segunda generación se llamará ministerio episcopal. A los Doce son asociados primero Matías, luego Pablo, Bernabé y otros, hasta la formación del ministerio del obispo en la segunda y tercera generación. La continuidad se realiza en esta cadena histórica. En la continuidad de la sucesión está la garantía de perseverar en la comunidad eclesial del Colegio apostólico que Cristo reunió en torno a sí. La sucesión apostólica –comprobada sobre la base de la comunión con la Iglesia de Roma– es el criterio de la permanencia de las diversas Iglesias en la Tradición de la fe apostólica común. La apostolicidad de la comunión eclesial consiste en la fidelidad a la enseñanza y a la práctica de los Apóstoles, a través de los cuales se asegura el vínculo histórico y espiritual de la Iglesia con Cristo. La sucesión apostólica del ministerio episcopal es el camino que garantiza la fiel transmisión del testimonio apostólico. Lo que representan los Apóstoles en la relación entre el Señor Jesús y la Iglesia de los orígenes, lo representa análogamente la sucesión ministerial en la relación entre la Iglesia de los orígenes y la Iglesia actual. Esta sucesión apostólica es el instrumento histórico del que se sirve el Espíritu Santo para hacer presente al Señor Jesús, cabeza de su pueblo, a través de los ministros ordenados mediante la imposición de las manos y la oración de los obispos. Mediante la sucesión apostólica Cristo llega a nosotros, con su palabra y acción (10-V-2006). La Iglesia existe en las personas y fue encomendada a los doce Apóstoles. El Papa ha presentado a los Doce, uno a uno, para mostrar en esas personas qué es vivir la Iglesia y seguir a Jesús. A partir del 25 de octubre comenzó a tratar las figuras de otros personajes importantes de la Iglesia primitiva que «entregaron su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo» ( 15, 26): Pablo, Timoteo y Tito, Esteban, Bernabé, Silas, Apolo…, hasta concluir el 14 de febrero con algunas mujeres discípulas de Jesús.
La santidad y la liturgia$
La santidad no es una prerrogativa exclusiva de la Iglesia de los orígenes. La Iglesia canoniza a santos de los últimos tiempos, para que sirvan de ejemplo a los files y los ayuden con su intercesión. Como dio a conocer un comunicado de la Congregación para las causas de los santos, fechado el 29 de septiembre de 2005, el Papa Benedicto XVI ha dispuesto que, «quedando a salvo que la canonización, que atribuye al beato el culto en toda la Iglesia, será presidida por el Sumo Pontífice, la beatificación, que sigue siendo acto pontificio, será celebrada por un representante del Santo Padre, que por lo general será el prefecto de la Congregación para las causas de los santos». El rito de beatificación se realizará «en la diócesis que ha promovido la causa del nuevo beato o en otra localidad que se considere idónea» o, si así lo piden los obispos y los promotores de la causa, «podrá realizarse en Roma». Hasta la fecha, Benedicto XVI ha presidido dos celebraciones de canonización, ambas en la Plaza de san Pedro. El 23 de octubre de 2005, elevó a los altares a los polacos José Bilczewski (1860-1923), arzobispo metropolitano de Lvov de los latinos, y Segismundo Gorazdowski (1845-1920) sacerdote fundador de las Religiosas de San José; al sacerdote italiano Cayetano Catanoso (1879-1963), fundador de las religiosas Verónicas de la Santa Faz; al sacerdote jesuita chileno Alberto Hurtado Cruchaga (1901-1952), fundador del Hogar de Cristo, y al religioso capuchino italiano Félix de Nicosia (1715-1787). El 15 de octubre de 2006, canonizó a un obispo mexicano animado de un ardiente celo misionero: Rafael Guízar Valencia (1878-1938): se trata del primer obispo de Latinoamérica canonizado; al sacerdote italiano Felipe Smaldone (1848-1923), fundador de las Hermanas Salesianas de los Sagrados Corazones; a la religiosa italiana Rosa Venerini (1656-1728), fundadora de las Maestras Pías; y a la religiosa francesa Teodora Guérin (1798-1856), misionera en Estados Unidos. Durante el consistorio ordinario público celebrado el 23 de febrero de 2007, el Papa anunció la próxima canonización de cinco beatos: canonizará a Antonio de Santa Ana, sacerdote de la Orden de Frailes Menores Alcantarinos, en Brasil el 11 de mayo, coincidiendo con su viaje pastoral a ese país, con ocasión de la inauguración de la Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. El 3 de junio, en la Basílica de san Pedro, canonizará al sacerdote Jorge Preca, fundador de la Sociedad de la Doctrina Cristiana; al sacerdote franciscano Simón de de Lipnica; al sacerdote pasionista Carlos de San Andrés y a la religiosa María Eugenia de Jesús, fundadora del instituto de las Religiosas de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María. El 16 de diciembre, el Santo Padre pidió que se promulgaran los decretos para la canonización de un numeroso grupo de mártires de la persecución religiosa en España en los años treinta del siglo pasado.
El conocido interés de Joseph Ratzinger por la liturgia ha encontrado algunas discretas expresiones durante estos dos años de Pontificado. Su exhortación apostólica post-sinodal sobre la Eucaristía, fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, presentada el 13 de marzo de 2007, recoge las conclusiones del Sínodo de los Obispos de 2005. Como anticipó el Papa a los sacerdotes de la diócesis de Roma, el 24 de febrero de 2007, se trata de un documento que «ayudará tanto a la celebración litúrgica como a la reflexión personal, tanto en la preparación de homilías como a la celebración de la Eucaristía. Y servirá para guiar, iluminar y revitalizar la piedad popular».
Con aprobación papal, sacerdotes y seminaristas franceses, varios de ellos ex miembros de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X fundada por el arzobispo cismático Marcel Lefebvre, restablecieron su plena comunión con la Iglesia Católica y erigieron, el 8 de septiembre de 2006, el «Instituto del Buen Pastor», como Sociedad de Vida Apostólica de derecho pontificio. En sus estatutos –aprobados con carácter experimental por un período de cinco años– se les reconoce «el uso exclusivo de la liturgia gregoriana» según el rito contenido en los libros litúrgicos preconciliares, a saber, el pontifical, el misal, el breviario y el ritual romano. No se han verificado, por el momento, los rumores aparecidos en la prensa acerca de la publicación de un del Santo Padre que autorizaría, sin las actuales restricciones, la Misa Tridentina celebrada en latín.
El 12 de enero de 2006, en un discurso dirigido a algunas comunidades del Camino Neocatecumenal, entre las que se encontraban unas doscientas familias dispuestas a partir en misión, el Papa recordó que la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos ha impartido, en su nombre, «algunas normas concernientes a la celebración eucarística, después del periodo de experiencia que había concedido el siervo de Dios Juan Pablo II. Estoy seguro –añadió– de que observaréis atentamente estas normas que recogen lo que está previsto en los libros litúrgicos aprobados por la Iglesia».
Ese mismo dicasterio emanó dos cartas firmadas por el Prefecto, cardenal Arinze. La del 17 de octubre de 2006, dirigida a los presidentes de las conferencias episcopales, pide que el en la fórmula de consagración de la Sangre de Cristo se traduzca como «por muchos» y que se evite la traducción «por todos». La dirigida al presidente de la Conferencia episcopal de Estados Unidos informa que el Santo Padre no extiende el indulto para permitir a los ministros extraordinarios de la comunión la purificación de los vasos sagrados. Estos sencillos pero significativos gestos revelan la solicitud litúrgica de un Papa que, en sus celebraciones públicas, ha demostrado amar la sobriedad típica de la liturgia romana.
La riqueza de dos años de Pontificado no puede agotarse en un artículo. Y menos, todavía, condensarse en un lema. Elegimos de todos modos uno que reúne, al menos, los grandes temas de los viajes papales: «Cristo será la paz». La paz que anunciaron los ángeles a los pastores en Belén es Cristo mismo. Jesús, que dijo a sus discípulos: «La paz os dejo, mi paz os doy» ( 14, 27), es nuestra Paz, y se nos da. Donde es acogido, surgen islas de paz. La paz de Cristo no puede ser impuesta, ni alcanzarse sólo desde fuera con el cambio de las estructuras; requiere la apertura y la conversión del corazón a Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario